Objetos perdidos
Quien viaja gana. Renueva experiencias, se acerca a otras formas de ver el mundo, imágenes desconocidas pueblan su retina y se cimientan grandes amistades o amores fogosos. Pero también se pierden cosas, pequeños objetos de uso que tienen muchas cosas para decir.
Detrás de la recepción de hotel hay un cuartucho donde guardamos objetos que nuestros huéspedes dejan por descuido. Pocos son los que vuelven a recuperar sus cosas, la mayoría no. Sin embargo, no tiramos nada. Pasan las décadas, el hostal pasa de padres a hijos, generación tras generación y el cuartucho sigue sin limpiarse. Revolviendo entre los trastos buscando algo que un viajero reclamaba encontré un cuchillo tipo daga, muy antigua. Consulté a un amigo anticuario y me dijo que su factura es propia del siglo XVI. Tiene grabado en la empuñadura un nombre: Mones.
Esta cantimplora fue del profesor Hiram Bingham. Mis bisabuelos eran quienes estaban a cargo de la Posada y hospedaron a inicios de 1911 a un grupo de estudiosos norteamericanos. Venían a hacer trabajos arquelógicos, a desenterrar huacas, buscaban alguna ciudad perdida. Al tiempo, el grupo puso marcha hacia la zona del Cuzco y mis bisabuelos los perdieron de vista. Hasta que años después leyeron en el periódico que los gringos habían descubierto Machu Pichu. Mi abuelo, que en ese momento era un mocoso y correteaba en los pasillos y habitaciones con total descaro, había tomnado la cantimplora de Bingham para jugar, así que quedó acá como un tesoro. El profesor habrá tenido que comprar otra para el viaje.
¿Se acuerdan de los rollos de fotos? Eran de antes de las cámaras digitales. Tenemos una caja llena de rollos. La tapamos de modo que quede a oscuras así se conservan en buen estado, ¿a ver si alguna vez alguien nos los pide? Nunca me animé a llevarlos a una casa de revelado. Qué imágenes guardarán dentro. Qué recuerdos habrán quedado atrapados allí. Qué gente habrá perdido la memoria sin la ayuda de ellos. Habrá fotografías tomadas por expertos amateurs y fotos malas, movidas, con encuadres mal logrados. Habrá historias de amor eternizadas. Habrá familias o viajeros solitarios. Las habrá de colores y en blanco y negro. Pero todo permanece en secreto.
Guía y consejo
Vagabundear por tierras desconocidas puede darnos algunos dolores de cabeza o de panza. Viajeros de toda laya dejan consejos útiles para quienes recién comienzan su travesía.
Hace años, antes de cambiar el siglo, viajé por la zona de las sierras. El valor del cambio de moneda estaba muy a mi favor, así que no reparé en gastos. Ir a los mercados y comprar por “chaucha y palito” cosas vistosas, de buena calidad y que en mi país no se conseguían se me hizo costumbre diaria hasta que un amiga peruana me avivó: hay que regatear, ¡pelear el precio! Al principio me costó porque el regateo en Argentina no es habitual, al menos no en las grandes ciudades. Pero en Perú y otros países aparentemente es casi una institución. Estaba pecando de zonza al no discutir precio y además estaba pagando a veces hasta cuatro veces más.
Así que están prevenidos.
Bajé del avión en Lima y ya me empezaron con no se te ocurra tomar agua del grifo. Me lo repitieron hasta el cansancio. Que no sé en qué década hubo cólera, que el agua no es potable, que es peligroso porque blah blah blah. Por supuesto hice caso y me saqué la sed de 10 días de viaje exclusivamente mediante botellas de agua compradas en lugares de mala muerte y de marcas absolutamente sospechosas. No quise arriesgar mis vacaciones. Pero me pregunto si me hubiera enfermado si no lo hacía, si no serán puros cuentos de turistas que no dan un paso sin consultar con una guía de viaje escrita vaya a saber dónde y cuándo.
Dolor de cabeza, así me pegó a mi el “mal de altura”. Un dolor insoportable como si el cerebro quisiera abrirse paso, como un pichón del huevo. A otros les da distinto, se desvanecen o tienen ataques de náusea. Si no tenés a mano las Sorojchi Pills recomiendo mascar hojitas de coca. Las venden en bolsitas en todas partes. Así es como los pobladores del altiplano y las sierras soportan la vida en ese techo del mundo. Son asquerosas, amarguísimas, pero son tus grandes aliadas en ese trance. Y a la larga les encontrás lo suyo. Es eso o quedar inutilizado por el resto del viaje. Otra opción es el te de coca o mate de coca, feo como las hojitas pero al menos lo podés azucarar.
Enero y febrero en las sierras peruanas es época de lluvias. Me explicaron que es como su temporada de invierno que ocurre, paradójicamente, durante el verano del hemisferio sur. Es cuando la mayoría de los viajeros de estas latitudes pueden tomarse vacaciones. Soy de Argentina y enero era mi momento para armar la mochila. Buenos Aires-Lima y Lima-Cuzco por el aire para aprovechar el poco tiempo. Siempre quise hacer el Camino del Inca y averigüé la forma, los medios de ir, las recomendaciones sobre qué llevar, etc. Serían tres días de camino. ¿Qué podía malir sal? Bajé del tren con mis coequipers y comenzó a llover, una llovizna que persistió durante todo el trayecto. A la noche era lluvia declarada. Los tres días fueron así. Al desafío del trayecto en subida hasta los 4200 metros (falta el aire y vas con los pulmones en la mano) o en bajada, escalón por escalón (como si estuvieras 12 horas sin parar trabajando gemelos en un gimnasio), se sumaba la incomodidad de tener toda la ropa mojada hasta los calzones desde el día uno. Debe ser una experiencia 100% para hacer en épocas secas.
Diario de viajes
Los viajeros comparten en el lobby del hostel sus modestas experiencias y algunas grandes historias que les han sucedido.
Momias en el desierto
Decidimos sobrevolar las líneas de Nazca. Queríamos comprobar sin intermediarios si realmente esos dibujos eran tan impactantes como decían.
Nos trasladamos a Nazca desde Lima en bus. Es un trayecto monótono por un desierto costero. Llegamos a destino, un pueblito sin lustre, pero que en parte hacía economía del turismo. Nos ofrecían varias opciones además de las líneas: ¡las momias!
Obvio, momias y misterios era lo que fuimos a buscar a Nazca. Al rato de llegar, con el sol del mediodía sobre nuestras cabezas, estábamos en las afueras observando una escena un tanto extraña. Cadáveres momificados por la sequedad del desierto que habían quedado al descubierto por la insistencia de los vientos. Así era presentado.
Eran una familia, no recuerdo si nos dijeron la fecha de datación, pero sus cráneos conservaban largos cabellos trenzados, trozos de cuencos y telas tejidas eran parte del ajuar funerario.
No tenían joyas de metales preciosos, ni siquiera algunos con cuentas de colores. Es que “los huaqueros aprovechan y saquean”.
Me fui conmocionada, aunque tuve la tentación de llevarme un trozo de vasija de barro que me cabía en la mano. Pero no lo hice, no huaquée.
Años más tarde, en una ronda de recuerdos, Pato que fue compañera de viaje me abrió los ojos: ¿no te diste cuenta que era todo un montaje para los turistas?
Exquisitas aguas fétidas
Debajo de Machu Picchu, bajando el camino en serpentina, hay un pueblo encantador llamado Aguas Calientes. Es famoso entre los turistas, especialmente entre los que hacen el Camino del Inca que al llegar de la caminata duermen a pata suelta en cualquiera de sus hotelitos.
Es que Aguas Calientes tiene eso, aguas termales. Desde el ingreso al pueblo, hay que recorrer apenas unas pocas cuadras en subida para llegar a los piletones de cemento pegados a la pared de la montaña.
Están abiertos hasta tarde, hasta noche cerrada, si es que cierra en algún horario. Hay algunas pequeñas piletas llenas de gente relajándose de las que sube el vapor de las aguas y el hedor.
Sí, porque, a pesar de que nos pasamos hasta varias horas sumergidos, nos rodea el hedor. No es apto para narices delicadas. Al principio pensé que la fetidez se debía a la cantidad de viajeros chapaleando en el agua, sería una mezcla de olor a pata sucia, sudores varios y vaya a saber cuántas porquerías más. Pero no, parece que es el azufre, el olor del diablo.
Arenas negras, cangrejos y limusinas
Se llama Puerto Inca. Es un caserío varios kilómetros al sur de Lima. Entre los acantilados se abre una playa con arenas negras. Hay una suerte de posada donde comer, hospedarse o para armar una tienda de campamento en la mismísima playa.
El resto, son las casas construidas sobre la ladera con frente al mar. Lo extraño es que decidimos armar una carpa en vez de alojarnos en una habitación. La playa era un páramo sin sombra ni servicios, salvo que una caminase hasta la posada antes del horario de cierre. Pero es cierto que el atardecer fue maravilloso, hasta que se hizo de noche. La oscuridad sin luna y sin elementos para armar un fogón nos obligó a dormir temprano. El grado de improvisación era total. Para ir a mear había que salir de la carpa con una linterna para no pisar a los cangrejos que salían huyendo de la luz. El día era más llevadero porque contábamos con la posada donde nos enteramos del rumor que una de las casas era del embajador de los Estados Unidos en Perú. Incomprobable. Sin embargo, al caer la tarde vimos llegar una limusina. ¿El embajador?
Pocas cosas había para hacer en Puerto Inca, que toma su nombre por sitio arqueológico cercano a la playa, más que insolarse. No fueron días memorables, pero mi piel rubia se llevó un aprendizaje fundamental: nunca olvides el bloqueador solar. La improvisación fue total.
Souvenirs
Por unas pocas macuquinas o unos cuántos billetes verdes puedes adquirir recuerdos de tu viaje por el maravilloso mundo de Las Américas.
Creo que fue al llegar al Titicaca cuando por primera vez escuché que la Pachamama -la madre tierra- tenía su Pachatata.
Aquí están, principio femenino y principio masculino del mundo representados en dos simpáticos muñequitos de bronce.
Quien no tiene un aguayo en su casa es porque nunca viajó a ningún país andino. Pero si alguna vez paseaste por Bolivia, Perú, Ecuador, lo más probable es que hayas cedido a la tentación de comprar una de esas telas colorinches.
Si fuiste en los años 90 seguramente tu aguayo tenga menos fibras sintéticas y más cuerpo. Los souvenirs siguen la misma lógica del mercado que las demás mercancías, la de abaratar costos en desmedro de la calidad. Por eso a medida que pasa el tiempo, los recuerdos de metal son cada vez más livianos, los colores de los hilados con motivos de llamas y alpacas extrañamente fluorescentes y la lana se llena de bolitas. Pero bueno, ocurre en todos lados.
El tumi, el cuchillo ceremonial del antiguo Perú puede ser hermoso. En especial cuando es de oro con incrustaciones de turquesas y extraído de una tumba. Pero cuando llegás a casa de la tía viajera en su juventud y lo ves allí, todo de bronce, solitario en una enorme pared revestida en salpicré la experiencia es otra. ¿Por qué y para quién exhibimos estas cosas?